Hoy no hablaremos de pediatría, hoy toca un “Post protesta”.
Se acaba de celebrar la reunión de la comunidad donde actualmente resido. Por diferentes motivos no pude asistir, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando leí en la misma puerta de entrada de la urbanización, el acuerdo al que se había llegado por mayoría de los asistentes.
“Prohibido jugar al balón, andar en bicicleta, en patines y en patinete en las zonas comunes”
Tuve que leerlo 3 veces para comprobar que no me había saltado ni una sola palabra, ni una sola coma del texto en cuestión. Incluso miré a mi alrededor en busca de la cámara oculta.
Al parecer “los niños molestan”.
Señores, los niños son niños, y como tales, juegan. O deberían jugar. ¿Pero no nos estamos quejando todo el día que nuestros hijos están enganchados a las maquinitas y ya no juegan a la pelota?
Mi hijo en cuanto se enteró, no tardó ni un minuto en aplastarme con su argumento rebosante de lógica: ¡Ves mamá, ahora me tienes que dejar más tiempo el Ipad! Total, ya no puedo salir a jugar al jardín!”
Los niños no molestan. Los niños juegan, saltan, de vez en cuando gritan, sí… corren, se ríen, juegan a la pelota, les encanta la bici y coger los patines. Sólo de los padres depende que esas actividades se hagan en horarios aceptados por todos. Pero hombre, eso es sentido común.
Desde luego que si se prohíbe toda actividad física lúdica, no molestarán; eso seguro. No molestarán en las zonas comunes, pero se subirán por las paredes en casa porque lo único que pueden hacer en el jardín de la urbanización es hablar. ¿Hablar? ¿Niños de 6-7-8 años hablar? ¿De qué queréis que hablen? ¿Del ascenso de Podemos o del producto interior bruto?
Los niños se pasan más de la mitad del día sentados en el colegio. Cuando llegan a casa y tras hacer los deberes, quieren jugar. Todos aquellos que tienen la suerte de vivir en una urbanización, salen al jardín… ¡Qué menos!
Yo me crié en Oviedo, en un edificio de 7 plantas, sin urbanización pero con un patio en el que pasé los mejores años de mi vida. Llovía más de la mitad del año, pero nos daba igual. Gritábamos, corríamos, subíamos a casa con heridas de guerra, empapados en sudor, pedíamos a voces el bocadillo: “Papá, lánzame el bocata”. No podíamos perder tiempo subiendo y bajando a por la merienda; mis padres me lo tiraban desde el quinto piso en una bolsita y a seguir jugando.
Ahora mis hijos tienen lo que yo nunca tuve, una preciosa urbanización con todas las comodidades pero… se aburren. No pueden jugar.
Señores, en su cartel se les ha olvidado algo:
PROHIBIDO SER NIÑO