• Pregúntaselo a mi mamá, ella siempre tiene respuestas para todo- escuché decir a mi hija pequeña mientras ayudaba a su amiga Irene a ponerse los patines.
  • Lucía, cada vez que te leo me da la sensación que todo lo que te rodea es perfecto, que tienes las cosas tan claras que no hay margen para las dudas– me decía una compañera de trabajo mientras me presentaba un producto para las aftas orales.
  • ¿Para todo tienes una explicación? ¿o qué? Parece que esté hablando con el mismísimo Dalai Lama– me escribía ayer mismo un amigo en un intercambio de mensajes de teléfono hablando de la crianza.

Esa misma noche, ayer noche, trataba de consolar a mi hijo mayor. Ya en su cama, con su lamparita azul encendida y su cabeza sobre mis rodillas, sollozaba en un llanto apacible pero amargo. Sus lágrimas inundaban mi alma y sus preguntan resquebrajaban mi fortaleza.

Preguntas sin respuesta.

Como padres, nos sentimos en la obligación de encontrar todas las respuestas ¿verdad? Y si no las tenemos, las buscamos desesperadamente y sin descanso. A veces en esa búsqueda nos perdemos, nos hundimos, hallamos lo que no buscamos y nos equivocamos; desatendemos lo que verdaderamente importa, que es la personita que nos ha preguntado.

Yo anoche le acaricié con las respuestas que podían ayudarle a superar su pena, sin mentiras, sin falsas esperanzas, sin promesas que no puedan ser cumplidas. Y es que, en ocasiones, en un intento de proteger a nuestros hijos, les prometemos aquello que no llegará.

Y entre suspiro y caricia me asaltaban las dudas. Una detrás de otra. Las que tenéis todos… ¿Lo estoy haciendo bien? ¿Le sobreprotejo? ¿Qué es lo mejor en esta situación? ¿Me estaré equivocando? Y en un instante en el que, como una flecha, me lanzó una de sus preguntas sin respuesta, cogí con las dos manos su aún tierna e inocente carita, besé cada una de sus lágrimas, cerré los ojos con fuerza y deseé traspasar toda su pena, todo su dolor, a mi interior. Lo deseé con todas mis fuerzas para dejarle a él libre de toda amargura.

  • Yo sí puedo con ello. Él no- me repetía incesantemente.

No funcionó. Fue entonces cuando comprendí que lo que necesitaba realmente era tan solo una cosa:  mi presencia. Comprendí que las preguntas se pueden contestar con caricias, las dudas con besos, que no soy perfecta ni pretendo serlo porque la batalla estaría perdida antes incluso de empezarla.

Que esta mamá imperfecta a veces tiene las respuestas y otras no. Y no pasa nada.

Que muchas veces llego y otras tantas no. Y no pasa nada.

Que me encanta que cenemos alrededor de la mesa una sopa juliana y un salmón al horno, pero en ocasiones se tienen que conformar con unos espaguetis hechos en menos de los siete minutos que pone la bolsa, o con un bocata improvisado. Y no pasa nada.

Que para mis hijos y por supuesto para mí, es más importante estar con ellos una tarde en el parque, que tener mi casa impecable y la plancha al día.

Que la pediatría es mi trabajo por el que siento adoración, pero mi familia es mi pasión, insustituible por nada.

Que muchas veces mamá baila y canta en la ducha y otras el silencio sella sus labios en señal de duelo y… no pasa nada.

Que siempre intento acertar, pero no siempre lo consigo… y no pasa nada.

Que por mucho que desee ahorrarles la pena, el dolor o el sufrimiento a mis hijos, no lo lograré pero sí conseguiré ser su bastón sobre el que apoyarse, su luz en mitad de las tinieblas, su palabra de consuelo en el momento oportuno. No sé si las respuestas me llegarán, ¡qué responsabilidad! Pero sí me comprometo a trabajar la escucha, la presencia y el sentimiento.

Preguntas y respuestasEstar, escuchar y sentir.

Solo estas tres palabras.

Porque de nada sirve hacer los deberes con ellos si estamos gritando. Porque de poco ayuda pintar a su lado mientras contesto mensajes con el móvil. Porque es inútil acompañarle al parque si estoy hablando por teléfono. Porque no tiene sentido escuchar sus aventuritas escolares si no presto atención ninguna…

Imaginaos por un momento que cada persona con la que habléis a partir de ahora os regale estas tres cosas:

  • Estar: y me refiero con “estar”, a estar presente sin distracciones, sin televisión por el rabillo del ojo, sin conversación por el móvil al mismo tiempo y sin pensar en otra cosa mientras nos hablan.
  • Escuchar: escuchar atentamente cada una de las palabras que nos dicen. Solamente escuchar. Abandonarnos a la escucha sin hacer juicios de valor, sin presuponer lo que nos van a decir. Solamente escuchar, sin más, con curiosidad, sin juzgar.
  • Y sentir. Sentir su alegría o su pena. Su enfado o su ira. Su tristeza o amargura. Su risa o su llanto. Su satisfacción y su entusiasmo. Y sentirlo como propio.

¿Os imagináis?

Pues hoy lo vamos a hacer. Vamos a apagar el móvil, la tele y cualquier cosa que interfiera en la comunicación. Vamos a buscar a nuestro hijo y le vamos a hacer estos tres regalos: Estar, escuchar y sentir. ¡Pero de verdad!

¿Lo intentamos?

Voy más allá. Os animo a compartir vuestras experiencias.

¿Sabéis como terminó mi experiencia de anoche? Esta mañana, mientras desayunábamos, mi hijo le contaba a su hermana que tenía mucho sueño porque anoche se había acostado tarde.

  • Pero si te acostaste a la misma hora que yo- dijo su hermana contrariada mientras mojaba la tostada en la leche.
  • Ya, pero luego vino mamá a mi habitación… -titubeó y me buscó con la mirada.
  • ¿Mamá?- dijo su hermana sorprendida.-¿Para qué? ¡Qué morro! Si ya nos había contado el cuento! ¿Y qué hizo mamá en tu habitación?

Entonces mi hijo sonrió, me miró y dijo:

  • Estar.

 

 

 

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