- Anda, ¡Qué sorpresa! ¡Cuánto tiempo sin verte por la consulta! ¡Has tenido un bebé!- dije sorprendida a una mamá que sujetaba en brazos a su recién nacido.
- Sí, cierto, ha pasado mucho tiempo. Mira, al final me he animado y he tenido otro- me contestó con una sonrisa forzada y una mirada que navegaba por unas aguas demasiado frías y oscuras.
Mi sexto sentido se encendió. Algo pasa. Disimulé. Aparqué las sensaciones y le pedí que se sentara. Empezamos a hablar del embarazo, del parto, de la lactancia materna… Poco a poco fui recogiendo todos los datos que me hacían falta para completar su historia clínica. Y mientras tecleaba en el ordenador, escuchaba sus suspiros casi inaudibles; digo casi porque yo los oía.
Si los suspiros hablasen ¿verdad? Si la gente escuchara más nuestros suspiros y menos nuestras palabras. Porque los suspiros hablan más alto, más claro y más fuerte que las palabras. Porque los suspiros no se fingen, son involuntarios, no pasan por nuestro cerebro racional y autocontrolado. Los suspiros salen de dentro, de abajo, de la garganta, del corazón, del estómago, de nuestras entrañas… Y no saben mentir. Son genuinos.
Tras realizar una detallada historia clínica donde recabé información que resultó reveladora de su entorno más cercano, empecé a darle forma a sus suspiros contenidos.
Tras explorar a su hermoso y sano bebé y cuando ya estábamos a punto de dar por terminada su primera revisión, me lancé, y en un instante en el que finalmente me miró a los ojos firme y valientemente, le dije:
- Entonces… ¿Cuál es el problema?
No me dio opción a continuar… sus manos se echaron a la cara para recoger un mar de lágrimas.
Me emocioné. Me levanté de la silla, fui hacia ella y le puse la mano sobre su hombro cargado, aplastado y casi devorado por sus fantasmas.
- Tengo miedo- logró decir entre suspiros…
Y tenía miedo porque en su familia había un niño con graves problemas; tenía miedo porque el miedo es libre… porque aunque lo racionalicemos, este se presenta y se apodera de nuestra razón. Porque en una mujer tan sensible como lo es ella, cualquier circunstancia le hace conectar con una realidad cercana dolorosa y cargada de lucha. Porque todas aquellas dificultades con las que se había encontrado para conseguir una simple sonrisa de ese niño especial, las proyectaba en su propio bebé. Porque la sola idea de que su hijo pudiese tener la misma enfermedad, la paralizaba, la aterraba y la mataba en vida.
- Mira, cielo, tu labor ahora no es conseguir una sonrisa a toda costa de tu hijo. Tu labor no consiste en llevarle a programas de estimulación temprana, ni siquiera en comprarle juguetes para mejorar su desarrollo motor y cognitivo. Tu labor no es hacer una tabla de ejercicios diarios. No, no lo es. Olvídate de todo eso. Olvídate de apuntar cosas. Olvídate de vigilar si sigue con la mirada, si se asusta con los ruidos o si empieza a sujetar la cabeza. Yo me encargo de eso.
- ¿Y entonces? ¿Qué hago?
- ¿Qué haces? Ejercer de madre.
A veces nos olvidamos, ¿verdad? Mis hijos no necesitan una pediatra en su vida; mis pacientes sí, mis hijos no. No necesitan a una médico ni a una escritora, ni a una conferenciante (¿Qué es eso de conferenciante? Me preguntó mi hija antes de ayer). No necesitan a una madre que les calcule los percentiles cada mes, ni que les dé lecciones sobre el manejo de la fiebre.
Mis hijos necesitan una mamá que si están malitos, les cuide y les bese mucho, que les rasque la espalda y les lea cuentos.
Necesitan una madre que de vez en cuando se enfade, que marque unos límites claros y adaptados a su edad, que les ayude a desarrollarse con autoconfianza y seguridad.
Necesitan a una madre que como ellos, camine descalza, que les despierte por las mañanas con un beso, que les acueste con una guerra de cosquillas…
Mis hijos necesitan a una madre de carne y hueso que no sabe cocinar, que si se equivoca, pedirá perdón; que si grita, se arrepentirá y buscará una solución. Necesitan una madre que les traiga la merienda al cole, que les ayude con los deberes. Mi hija necesita que le haga una trenza para ir guapa y mi hijo que le ayude a hacer experimentos con su nuevo regalo de Reyes.
Mis hijos necesitan un hombro donde llorar sus aún inocentes y vírgenes lágrimas, sin juicios ni lecciones. Necesitan una mamá que vele su sueño en sus noches febriles. Necesitan de unas manos que recojan sus trocitos cuando alguien les ha fallado profundamente. Necesitan de ese apoyo incondicional, de ese amor firme e inquebrantable que solo una madre o un padre les puede dar.
Una madre que a veces llora, ¿por qué no? Que a veces llora sus penas, una madre real que está nerviosa antes de un día importante. Una madre que aunque la mayor parte del día sea como un faro en mitad de la noche, iluminando su rumbo, a veces es ella quien amanece perdida.
Necesitan de una madre optimista, soñadora, risueña y cantarina que convierta la cocina en una improvisada pista de baile. Que cante tenedor en mano mientras ellos hacen los coros. Necesitan a una madre que se suba con ellos a los columpios ante la mirada atónita de alguna abuela que espera un desastre. Necesitan a una mamá cuerda y firme pero alegre y alocada en esos momentos elegidos.
Eso es lo que necesitan, una madre, con sus defectos y sus virtudes, pero una madre al fin y al cabo.