Como cada mañana en el hospital empiezo el día con un largo listado de pacientes sobre la mesa. Me gusta llegar la primera cuando ninguno de mis compañeros ha llegado aún, cuando el silencio reina en aquella salita de espera que unos minutos después se llenará de niños alborotados, cuando las ventanas están abiertas y a través de ellas se cuela el fresco olor de las mañanas otoñales del Mediterráneo, cuando las luces están apagadas y el sol aún no llena la sala.
Enciendo el ordenador, me quito el abrigo, me pongo la bata y si me da tiempo, termino de escuchar la canción que interrumpí al aparcar el coche. Una vez deja de sonar la última nota y canturreando el tema elegido, salgo al pasillo para llamar al primer paciente.
En menos de una hora la tercera planta estará a rebosar de niños de todas las edades mientras sus padres esperan pacientes a ser llamados por su pediatra.
- ¿A quién tengo que llamar ahora? Ah sí, a Jose – pienso mientras hago una lectura rápida en su historial revisando la última vez que vino.
Al salir a la salita de espera hago un barrido en busca de mis pacientes. Todos los padres que allí están levantan la vista de sus hijos o de sus móviles con el deseo imperioso de ser ellos los afortunados. La mayoría de ellos sonríen. Les devuelvo la sonrisa a todos ellos…
Tres familias que me sonrieron con todo su cuerpo cuando salí a buscarles, tres familias que aparentaban felicidad, serenidad y sosiego. Tres familias que cualquiera que las hubiese visto allí sentadas, hubiesen pensado:
- Qué suerte, parecen de revista.
Sonia, al entrar, cierra la puerta y con ella la sonrisa más envidiada de la salita de espera se esfuma. Un cuento de hadas hecho añicos, una maternidad en solitario, un máster en paciencia, en autocontrol, en generosidad, en amor incondicional hacia un hijo que algún día sabrá los sacrificios que ha hecho su joven y valiente madre por sacarle adelante y por mantener su inocencia intacta. ¡Cómo la entendía! Terminamos la consulta con un abrazo, no de su pediatra, si no un abrazo de mujer a mujer.
- Tú puedes, Sonia. Tú puedes- le susurré al oído mientras le apretaba con fuerza.
Roberto y Alicia entran sonrientes, son jóvenes, guapos y sostienen en brazos a su precioso niño de 7 meses lleno de pompones. Mientras caminaban por el pasillo y se alejaban de la salita donde yo había ido a buscarles, alcancé a escuchar un comentario de dos amigas que esperaban a ser atendidas por uno de mis compañeros:
- ¡Qué pareja más estupenda! ¡Guapa ella, guapo él! No como nosotras, que la última vez que nos miramos al espejo fue el siglo pasado.
- ¿Espejo has dicho? ¿Eso qué es? – contestó su amiga entre risas.
En cuanto se sentaron, Alicia empezó a llorar. Me pilló desprevenida. Sus lágrimas arrasaron su perfecto maquillaje mostrando un dolor que la consumía por días.
- Estamos perdidos, Lucía. Nadie sabe lo que tiene el niño. Ya nos han visto en dos hospitales de referencia, todas las pruebas salen negativas pero la última vez que enfermó nos costó 10 días de UCI entre transfusiones, infecciones, estudios de todo tipo e incertidumbre, mucha incertidumbre.
Roberto consolaba a su mujer acariciando delicadamente su mano y haciendo verdaderos esfuerzos por no derramar una sola lágrima. Su hijo, ajeno a la lucha en la que está inmerso y de la que aún no sabemos si saldrá con vida, jugaba con su barba mientras él apretaba con fuerza los labios en un intento de sellar su angustia.
- ¿Qué es lo que tiene, Lucía, por favor, qué es lo que tiene? – imploraba una madre desesperada.
Ojalá pudiera darle la respuesta que nadie les ha dado aún. Ojalá pudiera aliviar al menos ese suplicio por el que estaban pasando. Ojalá pudiera prometer que en unos días el niño mejorará y esto lo recordarán como un mal sueño. Ojalá… pero no podía. Tan sólo podía escucharles atentamente, con mis cinco sentidos, con todo mi cuerpo y acompañarles en su dolor.
La mañana discurría con normalidad, sin sustos. Tras varios catarros, diarreas, revisiones de salud y alguna que otra varicela fuera de temporada, le tocó el turno a la pequeña Cristina, acompañada siempre por su padre. El “papá” más sonriente de todo mi cupo, Sebastián. Lleva dos años viniendo a mi consulta, dos años sonriendo. El primer día me dijo que estaba separado y nunca más se mencionó a la madre. Él no lo hacía y yo no era quien para hacer preguntas indiscretas.
- Hola Sebas, hacía tiempo que no te veía. De hecho, creo que tenías cita la semana pasada y no viniste ¿no? me extrañó porque tú no eres de fallar y si te viene mal, siempre avisas para anular que me lo dice la administrativa, jeje… – le dije entre risas mientras buscaba unas pegatinas para dárselas a la pequeña Cris.
- Sí, discúlpame Lucía, es que ese día no me “tocaba” venir a Alicante y desde Valladolid se me pasó completamente llamar.
Su respuesta me pilló totalmente desprevenida.
- ¿Valladolid? ¿Te has mudado? – le pregunté curiosa.
- Yo siempre he vivido en Valladolid – me dijo con una sonrisa serena.
- Pero… -no entendía nada- siempre has venido con la niña puntualmente a tus revisiones, cuando ha estado enferma, con circulares del colegio que te preocupaban. Te habré visto más de 25 veces…
- Sí. Tengo una custodia compartida pero es cada 4 días. Yo vivo y trabajo en Valladolid. Cada 4 días vengo a Alicante y estoy con mi hija en un apartamento que tengo alquilado. El cuarto día a las ocho de la tarde devuelvo a la niña con su madre, cojo el coche y regreso a Valladolid.
Mi cara lo decía todo. No quería meterme donde nadie me llamaba. Sospecho que mis ojos como platos invitaron a Sebastián a contarme, al fin y tras dos años viéndole, su valiente historia.
Volví a casa pensando en él, en Sonia, en Alicia y en Roberto. Y por supuesto en los tres protagonistas, sus hijos y pensé:
- ¡Qué suerte tienen estos niños de tener a estos padres, a estas madres tan maravillosos a su lado!