Ayer recibí dos noticias. Las dos a la vez. Una me encogió el corazón. Aún lo tengo encogido. La otra me robó una inmensa sonrisa. Aún sonrío.
Ayer moría un compañero de trabajo de unos cuarenta y pocos. Dejaba a unos niños de las edades de los míos. Un desconocido y cruel cáncer que atacó a su corazón, le sentenció desde el mismo instante en el que se supo su diagnóstico. Cardiólogo de profesión, qué casualidad más macabra.
Ayer un amigo de unos cuarenta y pocos, con el que comparto letras y emociones, me anunciaba su alta hospitalaria tras haber sido operado a corazón abierto. Volvía fuerte a casa con sus hijos, de nuevo, de las edades de los míos.
Los dos compartían corazón enfermo, los dos compartían edad, los dos compartían niños pequeños. Los dos se llamaban igual.
Increíble.
Me acosté pensando en ello. De pronto mi cama se me antojó más grande y fría que nunca, más silenciosa y vacía. Y lo estaba porque aquel que cuida con mimo mi corazón, el que renuncia a su sueño, por velar el mío; el que “peina mi alma y me la enreda” como dice la canción, estaba a 400 kilómetros en un congreso de cardiología.
¡De nuevo el corazón!
Tardé en dormirme. Mi hija olió la ausencia y se coló en mi cama regalándome el calor que anhelaba.
Esta mañana durante el desayuno mi hijo me preguntó:
- Pero mamá, ¿Por qué se murió tu compañero si tenía niños pequeños?
Le sonreí mientras mis ojos se inundaban en lágrimas. Le acaricié el pecho en un intento de proteger su corazón inocente. No supe contestarle. Su pregunta estaba sin terminar: ¿Por qué se murió si tenía niños pequeños a los que cuidar? Una de tantas preguntas huérfanas.
El dedo divino que dice sí, el dedo asesino que dice no. Pensé en uno, pensé en otro. Tú sí, tú no…
Llevé a los niños al colegio y como hoy libraba, bajé dando un paseo hasta la playa. Ocho y media de la mañana y me encuentro con este espectáculo de la naturaleza.
Pensé de nuevo en corazones, en vidas unidas por un mismo nombre, en corazones enfermos, en corazones inocentes, en los que cuidan corazones… La música que escuchaba sonaba tan alta en mis auriculares que ni siquiera yo misma escuché mis tímidos suspiros. Fue una mujer anciana, madrugadora como corresponde a una octogenaria, la que se acercó, tocó mi hombro y me dijo:
- Niña, ¿estás bien?
Puse mi mano sobre la suya, frágil y delicada pero curtida en alegrías y penas y le dije:
- Estoy muy bien. Emocionada…
Ella sonrió y nos quedamos las dos sentadas en aquel banco mirando aquella explosión de belleza. Nos separaban quizá más de 40 años pero nos unía un mismo corazón, sí, sin duda. Se levantó lentamente, cogió su bastón y con la misma sonrisa infantil de mi hija pequeña se despidió.
La observé alejarse y deseé con todas mis fuerzas llegar a su edad con esa misma sonrisa, con esas mismas manos, con esa compasión ante unas lágrimas ajenas.
Cuando recogí a los niños del colegio, mientras merendábamos en la cocina, les dije:
- Niños, prometedme que nunca os olvidaréis de vivir.
Les dije esto aún sabiendo que no lo iban a entender, pero me gusta hacerlo; sus respuestas siempre son sorprendentes.
- Hombre mamá, ¡eso no se olvida! ¡Si el corazón hace pum-pum-pum seguimos vivos! – contestó con su lógica aplastante.
- Cierto cariño, me refiero a VIVIR DE VERDAD.
- ¿Y qué es vivir de verdad? – preguntó curiosa mi hija.
- Vivir de verdad es que a pesar de que cuando seáis mayores estéis cansados, estresados, ocupados y rodeados de mucha gente, no debéis olvidaros nunca de abrazar como abrazáis ahora, con todo vuestro cuerpo, besar como besáis ahora, haciendo mucho ruido, jugar como jugáis ahora, por diversión. No os olvidéis de soñar, soñar a lo grande y alto. Nunca dejéis de sentir, de llorar si os embarga la pena, de reír a carcajadas si algo os hace mucha gracia, de pensar en los demás, de ayudar, de colaborar, de emocionarse, de leer como leemos cada noche, de inventarnos canciones como hacemos ahora en el coche, de compartir, de disfrutar, de viajar y de dar gracias por tener todo lo que tenemos. Eso es vivir de verdad.