- Ya no sé qué hacer. Estamos desesperados. Tiene dos años y aún se sigue despertando dos y tres veces en la noche.
- ¿Y qué hacéis cuando se despierta?
- Pues darle un biberón.
- ¿Un biberón? Tiene dos años y aún toma biberón… ya. Pero, si se despierta dos o tres veces, entonces…- les dije guiñando ambos ojos en un intento de amortiguar el golpe de su respuesta.
- Sí. Se toma por la noche 2 o 3 biberones de unos 270 ml cada uno. Ah, y con cereales!
El golpe fue duro, pero la onda expansiva me empujó contra el respaldo de la silla.
- ¿Por dónde empiezo?- me pregunté mientras tomaba aire- Ya… y dime, por el día ¿come bien?
- Que va. No come nada. Se niega a comer. A duras penas toma unas miguitas de lo que le hacemos o de lo que pilla. Y es que claro, se va a poner enfermo si es que no lo está ya. La hora de comer es una pesadilla; mi marido y yo no hacemos más que discutir. Y yo, no doy a basto: me paso el día entero peleando porque coma algo, recibiendo broncas y cuando llega la noche, no duermo porque me levanto 2 o 3 veces a preparar los biberones. Un día de estos en el trabajo me echan…
Mientras la madre me explicaba con todo tipo de detalles las batallas campales que montaba a la hora de la comida observé detenidamente al protagonista de esta historia.
Niño varón, sentado en las piernas de su madre, sonriente, con un par de buenos y sonrosados mofletes y unas redonditas manos que acariciaban el pelo de mamá. De vez en cuando sus deditos se metían en la boca de la madre como diciendo:
- “Hey mamá, no te pases de contar, ¿eh? Que estamos muy bien así”
Después de escuchar toda la historia y tras imprimir el artículo de “Mi hijo no come”, le dije:
- Pero mujer, ¿Cómo va a comer bien si solo en biberones de leche y cereal se toma las calorías que necesita para pasar todo el día?
- Pero es que si le quito los biberones de la noche entonces no comería nada de nada. Se mantiene a base de biberones y de algún yogur por el día.
- Eso es lo que llamamos: una dieta blanca. Sólo a base de lácteos. Mira, la leche es el alimento fundamental del niño durante su primer año de vida, pero no más allá. Si le suprimes los biberones de la noche, empezará a comer por el día. ¿Y sabes por qué? Porque tendrá hambre. Es así de sencillo.
El niño que era más listo que el hambre, nunca mejor dicho, se olió el percal y empezó a girar la cabeza de la madre hacia él, a decirle “mamá” con la mejor de sus sonrisas, a meter su manita por el escote de su madre… Vamos, que la estaba camelando, así, descaradamente, delante de mis narices.
La verdad es que me entró la risa.
- Sí que es listo este niño, sí. Llegará lejos. ¡Vaya arte!- pensé.
En consulta soy bastante flexible, tolerante y me adapto fácilmente al estilo de crianza que quieran seguir los padres. Pero hay ocasiones en las que el estilo de vida supone un riesgo para el niño.
- Mira, piénsalo de la siguiente forma: Si le atiborras de leche y yogures, es probable que tengas a tu hijo contento y tu conciencia tranquila porque verás que coge peso. Pero no le estarás haciendo ningún favor. Aunque su peso esté bien, que lo está porque como te digo solo con la leche y los cereales cubre las calorías que precisa; no recibe el resto de nutrientes que hay en la fruta, verdura, legumbres, carne y pescado y eso a la larga se puede traducir en una anemia, por falta de hierro por ejemplo. Y esto no es nada bueno ni para su cerebro ni para su desarrollo.
El niño lo captó enseguida. El estado de bienestar de la república independiente de su casa corría peligro. No había tiempo para más. Empezó a llorar…
Como no, su madre desvió toda la atención para ocuparse del llanto de su hijo. Empecé a sospechar que la conversación había terminado.
Unas semanas después, volvió.
- Lucía, no me lo puedo creer. Come casi de todo. Pequeñas cantidades, eso sí, pero prueba; tiene interés, nos quita las cosas del plato… ¡Estoy tan contenta! – me decía entusiasmada.
- ¡Qué bien! ¡Cuánto me alegro! Y dime… ¿Qué hiciste?
- Lo que teníamos que haber hecho hace un año: quitarle los biberones por la noche.
Qué bien. Qué orgullo. Qué satisfacción. Ni había salvado una vida, ni había ayudado a un bebé a venir al mundo, ni siquiera había diagnosticado una enfermedad poco habitual. Pero no importaba, me sentía feliz. Y con eso me bastaba.